Concepción del Uruguay, el territorio para sentar la palabra

Hondos y dispares mensajes escuchados en una visita a Concepción del Uruguay, para participar en un encuentro cultural para presentar la obra «Lechu».

Por Daniel Tirso Fiorotto

Concepción del Uruguay suena a explosión de vida. Semilla humedecida en la arcilla con promesa de otro ciclo y otro, en espiral, si Uruguay evoca al río de los caracoles.

Concepción dice unión y ya es mucho; atada a Uruguay, nos deja la imagen de una ebullición que se vuelca, se expande de lo pequeño al infinito.

Hace pocos días participamos en la “histórica” de un encuentro de la palabra. Empezamos a la media mañana en una carpa con niñas y niños con la atención chispeante, y seguimos al mediodía con amistades alrededor de un potente y exquisito chivito uruguayo, ni muy uruguayo ni tan chivito, como sabemos, que dio para hilar la historia.

Eso de la maternidad uruguayense y la palabra no es casual: con la cultura guaraní que a las y los tagüé nos fluye en las venas sabemos que cada ser humano se origina en el momento en que la palabra toma asiento y se hace carne en el primer territorio: el seno materno. Palabra y concepción, sinónimos. “Apyka” es el asiento, emblema de la encarnación en un primer cultura-torio, como dicen León Cadogan y Bartomeu Melià interpretando la milenaria cultura que en guaraní pronunciamos ñanderekó, nuestro modo, dentro de la naturaleza. Y si la palabra anda en el pueblo, está claro adónde pertenecemos.

Cultura bataraza

Qué decir de la aquilatada historia de guerras y saberes y sabores en Concepción del Uruguay, querencia de manifestaciones independentistas y autonomistas. Qué decir del empuje de una Tadea Jordán, símbolo de trama en la continuidad de una nación milenaria; y de una Ana Teresa Fabani que hizo de tripas corazón y halló con veinte años lo que uno no encuentra en cien. El pronto encuentro, por el siglo de vida de esta poeta siempre joven, “será un regreso/ a una casa de antes, a una orilla/ donde la flor sea pétalo y semilla”.

Y bien: para almorzarse el litoral y celebrar la amistad con el otro y con el monte mismo hay que tomarse aquí el aperitivo y no es otro que la popular Lusera, esa fusión de hierbas del pago que con su sola presencia creaba el ambiente.

Si buscáramos una placenta para la entrerrianía lo haríamos en la “histórica”, o en ese eje entre Gualeguay y Uruguay que cabalgó Bartolomé Zapata en su vida cortita. Territorio con cunas diversas, de ahí “cheje”, bataraz, donde conviven los unos y las otras, como los colores de la lechuza que es protagonista en el cuento «Lechu, entre cueva y cueva».

Concepción del Uruguay, germen, simiente, alegoría de la vida social que se recicla en forma de hélice y se alimenta lentamente del monte, del río, del prójimo, de los símbolos; de allí el cardenal en su bandera y la pluma de ñandú en su escudo, sello charrúa.

Justicia y paz. Pocho Lepratti, el ángel de la bicicleta, fruto del aire uruguayense.

Hay algo muy antiguo en el nombre, y algo de bocacalle universal, por Concepción de allá, por Uruguay de acá, y más desde que un prócer nuestro alumbrado en Francia dijo lo que dijo, en un tributo a la vida y a la palabra: “La seule noblesse que j ‘accepte et que j ‘envie c’est la noblesse du coeur”. La única nobleza que acepto y que envidio es la nobleza del corazón. Qué entrerriano, este Alberto Larroque, y qué puente entre los propósitos autonomistas de Urquiza y de López Jordán. Los larroqueños, como el que esto escribe, algo le debemos al Arroyo de la China y su Colegio.

Tajo auroral

Y qué decir, los artiguistas, si fue Raúl Fernández, poeta socialista de Concepción del Uruguay, quien recuperó la hazaña independentista y la unidad y el encadenamiento de las luchas en unos versos criollos que tituló “Payada de un Federal”, canto al pueblo, legado a la conciencia, que encuentra su doctrina en las instrucciones del año XIII: “Ellas forjaron la hueste/ con su temple federal,/ aquel del tajo auroral/ cruzando el blanco y celeste”. El mismo tajo diagonal de sangre que iza hoy el estudiantado en nuestras escuelas, aunque le oculten prolijamente su significado para no mover el avispero, porque esa banda roja transpira soberanía particular de los pueblos, memoria del futuro (como escuchamos del pueblo guaraní). Otro talense/uruguayense, Delio Panizza, dijo de nuestro emblema: “Es la visión de Artigas hecha seda, hecha canto, es un himno de llamas dividiendo en diagonal un cielo azul y blanco. Dice Federación esa bandera sesgada por un rayo”.

En la Payada de Fernández, escrita hace ocho décadas, leemos: “¿No es también un proletario/ el paisano de esta tierra/ que se lanza en son de guerra/ con anhelo libertario?”. Si el socialismo argentino ha caído en el centralismo, encuentra excepciones como la de los uruguayenses y ese es otro hallazgo. Resulta que en los pagos de Francisco Ramírez (que apuntaló a Artigas y luego lo echó), ahí mismo se tomó conciencia de la gesta artiguista y la continuidad de la historia. Y por qué sorprendernos, desde que sabemos del Congreso de Oriente ahí mismo, con ganas de sacarnos de encima las botas europeas en 1815, tarea inconclusa.

Eso tiene esta ciudad, es lo uno y es lo otro. Allí unos vecinos miembros de la Junta Abya yala por los Pueblos Libres dispuestos a convertir aduanas en patios de encuentro cultural; allí una vecina rogando por la defensa de una fachada histórica de la cooperativa El Despertar del Obrero; y allí otros vecinos permitiendo la destrucción o perdiendo un centro de reunión natural, como el museo Yuchán, por influencia del inmobiliarismo y de la patria contratista siempre dispuesta a parasitar hasta el último rincón.

Allí uno de los latifundios mayores que hemos conocido, y allí los proyectos de escuelas granja municipales para dar acceso a la tierra a la juventud, herencia de Peyret y compañía. Allí la producción de soja al tope, alentada por sucesivos gobiernos, y allí los cardenales en una oración enredada en el monte, en resistencia, como bien dice el chamamé. Allí los «Jacintos» de oficios varios, sin más escuela que “echarse a pedalear”, como dice la chamarra; y allí los polleros pioneros, que son columnas del rancho grande pero inauguraron el oficio de palabra, sin patentes, y por eso cualquiera con plata piensa que puede ladearlos como chiripá, importando tecnologías de otra galaxia que la paisanada no ve ni en figuritas.

Distancia. El osito lavador, aguará popé, en trazos de Martín Bianchi.
Tocar y escuchar

No hay modo de sentarse en una rueda en Concepción del Uruguay y evitar memorias que están en el aire como la charrúa pluma de ñandú que enarbola Linares. Ahí nos enteramos, por caso, de la complejidad del mundo con un ejemplo: el artista Alberto Soriano Thebas, uno de los más notables uruguayo-uruguayenses de que se tenga recuerdo (como Ricardo Ramón López Jordán), aunque para más fusión (que no confusión) Soriano haya nacido en Santiago del Estero y vivido en Uruguay, Brasil y la Argentina. Tema para rumiar largo y tendido ese, el de cierta tendencia medio maniquea a descalificar con ligereza y adular hasta la servidumbre, cuando las personas y los procesos tienen sus bemoles y habría que tomarlos con mayor delicadeza. Eso aprendimos también en la rueda.

Es que Soriano, corrido de Uruguay por zurdo, fue recibido en Concepción por artista, durante un gobierno de facto… La vida te da sorpresas. Un hombre consustanciado con los ritmos ancestrales y africanos, compositor de sinfonías a Artigas y a los pueblos originarios y a la Revolución Cubana, obras que dieron la vuelta al mundo y yo no sabía nada…Soriano, que fundó una escuela de música para músicos que compongan y toquen, y músicos que sepan escuchar. Lindo enterarnos de tanto, en un mes que coincide con la despedida de este Soriano hace 40 años, en un almuerzo con lugar para los chistes de salón de un tal Pablo que alertaba desde su experiencia: “el problema no está en la primera vez que no lográs el segundo sino en la segunda vez que no lográs el primero”…En referencia a vaya a saber qué títulos universitarios. Pródiga, la intelectualidad uruguayense, como se escucha.

El monte se sostiene

Para impresionar un cachito a la gurisada en una carpa de la plaza Ramírez, con el artista Martín Bianchi hablamos de un lagarto de plata que tiene la cabeza acá y la cola por allá en la entrada, el Argyrosaurus; y de un elefante que pisó el suelo de esa misma carpa, cuando la carpa no estaba todavía, claro, y luego le llamamos Mastodonte. Si es por historia, reculamos algunos años para ubicarnos.

La estudiantina sabe que muchas especies se extinguieron ya, y que otras están al borde ahora, pero un sistema colonial suele negarle a la niñez el diálogo con el monte. Por eso, cuando preguntamos por un animalito peludo con antifaz gritan “mapache” al unísono y si decimos “aguará popé” les da risa. Saber de los amiguitos que están a 10.000 kilómetros y no saber de sus primos de a la vuelta es un síntoma de colonialidad. Y qué culpa tendrán, claro. Suerte que la nobleza de corazón de las niñas, los niños, que guió a Larroque, rompe barreras con facilidad.

Luego pasamos a los compañeros vivos de nuestra travesía en este suelo, y mientras hablábamos, Martín pasaba en una pantalla sus ilustraciones con técnica mixta publicadas en la obra digital “Lechu, entre cueva y cueva”, de la editorial El Miércoles, un cuento para niñas y niños promovido por la fundación Cauce, que se abre a la palabra de los habitantes no humanos del bosque y los humedales. Esa fue la excusa del encuentro, claro.

Mientras el Homo sapiens asocia el vampiro a un profesional taimado y angurriento, Lechu dice que el vampiro es el más generoso del pago. Mientras el Homo sapiens mata a palazos a la salamandra y le llama monstruo, cada vez que la pesca, Lechu recuerda que Lepidosiren paradoxa es el maestro más antiguo, desde millones de años antes de que el mayor altanero pisara este suelo en dos patas.

Esa carpa en la plaza rompió con la atopía, el no lugar, la incomodidad del monte en las estructuras clásicas de la educación colonizada; vimos a docentes comprometidos, a artistas cargando sillas, poniendo el lomo, y supimos que días atrás estimularon en la gurisada el conocimiento de los árboles indígenas. ¡Aire puro!

En una rueda de mate alrededor de un fogón en La Tribu del Salto, en Paraná, comentábamos en vísperas del reciente 12 de octubre que aquel “sujeto revolucionario” que busca cierta doctrina se presenta aquí en forma de árbol, o mejor, de monte, porque el monte se sostiene en su condición, no negocia. En Concepción del Uruguay los amigos nos corrigieron: que el árbol negocia, pero sin perder su línea. Al fin y al cabo, orilleros del Paraná y el Gualeguay y el Uruguay coincidíamos en una mirada muy humana y no antropocéntrica. Bella manera de rendir homenaje a la palabra. Que hable el árbol, que hable el monte, que hablen sus pájaros, sus mariposas, que hablen esos compañeros del nido, de la cueva, del agua.

Lechu” es una vía al conocimiento y la alada niña protagonista advierte que toma conciencia de su mundo más cuando juega y danza que cuando busca afanosamente. De ahí este relato que ata cabos, que valora el clima de Concepción del Uruguay, allí donde se juntan obreros y luchas obreras con artistas diversos, mujeres y hombres del teatro, de la canción, de la pintura, y también periodistas que no negocian, cosa rara, y donde se reúne a la niñez para conversar de mariposas llamadas “banderas argentinas”, con colonia en el palmar.

Pluma. Un legado decolonial.

Vuela, plumita

Charlábamos con los ojos puestos en la fachada del Colegio Histórico y los temas fluían solos, porque en ese jardín de las ideas, de las poesías, de las meditaciones profundas, conversan los fantasmas primeros de Urquiza con los fantasmas últimos de López Jordán. Concepción del Uruguay es eso, como una placenta que nos entrega el alimento por mil fibras, como una caja de resonancia de los asuntos del pago. Palabra. Palabra desde el vientre materno.

El departamento Uruguay es Entre Ríos toda en frasco chico. Barco en el puerto, ferrocarril en Basavilbaso; está en la música de Soriano que nos espera, y en las canciones de nuestros decanos, Los Concepcioneros, chifladas en el barrio que conoció a un Teteque, o a ese palanquero Cosita que grita “iscado” y reúne en un apodo entrañable a los entrañables Cositas del Paraná y el Uruguay.

Chamarrita con Los Concepcioneros, tango herido con El Cantor, un Goyeneche en situación de calle que todavía sorprende… Al final de cuentas estuvimos un par de horas nomás en la tierra del Manco Rojo, Juan Balsechi, obrero peleador y cooperativista; la cuna del entrerriano/catalán Facón Grande, ese gaucho que colma de dignidad a la entrerrianía con un agujero en el pecho abierto hace 100 años, un frío 21 de diciembre, y cuyos mayores monumentos brotaron en nuestros corazones. Y de tantos perseguidos como Pocho Lepratti, poriahu, atravesado también un diciembre, hace 20 años; flores de una tendencia autonomista nacida en el fondo de los tiempos y que guarda en Concepción del Uruguay sus semillas.

“Quién tuviera un rancho junto al río donde despenar su corazón”, sueña Jaime Dávalos y él pronuncia Concepción del Uruguay pero se oye Pachamama.

Asiento de la palabra primera, esta ranchada orillera nos inspira. “En un apretón de manos se va toda mi amistad”, dice el poeta y compositor entrerriano y el otro le agrega que esta vecindad “cuando la palabra empeña, es documento”. ¿No son éstas, memorias del futuro?

En el mundo guaraní nacemos con la palabra que se asienta en un banquito redondo, punto de confluencia del cosmos, casa de oración; en el mundo charrúa el honor a la palabra viene con la vida. Todo eso anda en el aire como la pluma de ñandú.

Linares Cardozo, uno de los duendes del Movimiento de Costa a Costa, que es una flor con raíz milenaria, vivió en Concepción del Uruguay y la soñó pluma. “Vuela y canta tu credo al pago montaraz, tu fiesta de ala y trino, de autonomía, justicia y paz. Vuela, plumita, vuela, pluma de la hermandad”.