Pensar el pasado es un acto de fundación ética y nacional

Por Luisa Baggio, Centro Cultural Urquiza

En las ocasiones que reflexionamos sobre nosotros mismos en tiempo presente, abrimos nuestra conciencia, la interrogamos en sus preferencias, en sus reacciones, sistema de valores y tendencias.

De la misma forma procedemos cuando evocamos un suceso ocurrido en el tiempo pasado. En este caso la tarea es más incompleta y está plagada de obstáculos. Los relatos que nos hacemos son susceptibles de una verdad parcial puesto que difieren de la experiencia original. Aún así, nos obstinamos en tornar nuestro pasado en algo inteligible sabiendo que es, en sí mismo, un misterio inagotable. Y, sin embargo, a pesar de los innumerables interrogantes, asumimos que poseemos nuestra identidad a través del tiempo.

En otra escala, pensemos cuánto más difícil es conocer el presente y el pasado de nuestro prójimo, captar las experiencias vividas por “otros” contemporáneos, y doblemente más complejo cuando los individuos pertenecen al tiempo pasado. ¿Cómo acercarnos a sus inextricables representaciones, a sus símbolos, maneras de pensar y sentir en determinados contextos?.

Hoy, las nuevas reflexiones sobre el conocimiento científico nos alertan sobre las trampas en la construcción de juicios, relatos, pasiones y emociones, las cuales caen, a veces, en la falsedad, el engaño, el ocultamiento y a las más variadas falacias del pensamiento. Ya lo decía el historiador santafecino José Luis Busaniche en su valiosísima Historia Argentina.

R. Aron, filósofo francés, lo plantea en términos de conflicto moral, cuya raíz está en que, cuando decidimos conocer en un acto de investigación histórica, se presta mayor atención a las acciones y testimonios basados en documentos oficiales, antes que en los sistemas de pensamiento del período investigado, en las representaciones sociales, en la pluralidad de motivos y móviles de un individuo, o de una comunidad, situados en un espacio- tiempo determinado. De ahí que en la tarea de un historiador es necesario “volver a hallar esos sistemas que dirigen la existencia de los individuos” (Raymon Aron, Introducción a la filosofía de la historia, 1983).

Ante esta realidad en permanente cambio, avances en las investigaciones, nuevos paradigmas y estrategias de conocimiento y, en la complejidad de la vida actual, creo necesario recuperar entre todos y, cualquiera sea el sistema, un principio de unidad de espíritu en el relato de nuestro pasado más allá de las debilidades y contradicciones de sus protagonistas.

Esta introducción breve e incompleta viene a cuento de la diversidad de imágenes, de interpretaciones, de juicios, sobre tres actores de nuestra historia entrerriana que continúan reflejando un conflicto de pasiones. Ellos son Ramírez, Justo J. de Urquiza y Ricardo López Jordán.

Cabe preguntarnos si no es preferibles definir estos hombres por lo que cada uno tiene de valioso, inspirados en un juicio superador de equívocos, interpretaciones y falsedades. Pues bien, Ramírez es el líder representativo de su región, el caudillo que comprende afectivamente a sus paisanos y les presta su voz. El que aprendió de Artigas el alto sentido de la causa federal. El vencedor de Cepeda. El que organizó la República de Entre Ríos, porque compartió con eficacia colaborativa, el trabajo con dos hombres de experiencia, capacidad y lealtad como fueron Cipriano de Urquiza, hermano mayor de Justo José, y Ricardo López Jordán padre, su medio hermano.

En cuanto a Justo José de Urquiza y, sin entrar en detalles, todos reconocemos en él al organizador constitucional de nuestro país a través de un sistema político democrático, republicano y federal, y de un sistema económico liberal capitalista. Fue quien priorizó como elementos esenciales del cambio: el respeto a la ley, la educación obligatoria, el comercio libre, el desarrollo de la industria, e inició el proceso colonizador en la provincia. También sabemos que el pensamiento y acciones de Justo José de Urquiza fueron desdibujados por la historia oficial enarbolada por Bartolomé Mitre, por la academia y, posteriormente, por el nacionalismo autoritario argentino (al que adhirió la mayoría
revisionista) y el cual aportó su cuota de valoración prejuiciosa y discriminatoria.

En relación a Ricardo López Jordán, su figura representa el aliado y el leal compañero de Urquiza a lo largo de todas sus campañas militares y políticas. Para la ciudad de Concepción del Uruguay fue el comandante que el 21 de noviembre de 1852, salvó a la ciudad de la invasión del general Madariaga enviada desde Buenos Aires para hacer fracasar los afanes constitucionalistas; en segundo lugar, favoreció con este hecho la reunión del Congreso Constituyente en San Fe y se dictara la Constitución en 1853. También fue el candidato, que un sector importante de la población entrerriana evaluó como el hombre necesario a desempeñarse en la gobernación de Entre Ríos.

En el vendaval polémico de los debates y juicios históricos, Buenos Aires hizo todo lo posible para asegurar su lugar predominante en todos los espacios de poder a través de los años.

Los hombres del interior que circularon e iniciaron relaciones en territorio bonaerense quedaron cautivos de su voluntad suprema. Hasta el día de hoy.

Estos tres hombres de nuestra historia local, provincial y nacional del siglo XIX merecen un lugar especial en la memoria social y en la conciencia colectiva porque constituyen, en la unidad y la diversidad, el tejido original de nuestra identidad entrerriana y nacional.