“De chico cantaba limpiando sepulturas”

“De chico cantaba limpiando sepulturas” Una vida de película tuvo “el Rey”, nacido en Mercedes, Tucumán, provincia de que fue gobernador;  padre de seis hijos y dueño de canciones emblemáticas que dieron la vuelta al mundo. Asegura que vivimos a un ritmo que consume y descarta y que cambiaron mucho las costumbres familiares. Celebra sus 50 “De chico cantaba limpiando sepulturas”

Mi abuela Sofía fue mi primera admiradora. Mientras sacaba el pan del horno de barro, un aroma que tengo grabado en la memoria emocional, y me pedía que le cante. Donde había música, yo estaba”. Palito Ortega habla de su primera fan, justo a días de la presentación de su nuevo disco, Cantando con amigos, en el teatro Gran Rex (el 4 de diciembre); también hará las canciones de Educando a Nina, la nueva tira de su hijo Sebastián. Más que nunca, cincuenta años después de salir de Mercedes a los 15 años a golpear puertas con sueños de música, sus canciones, su mito, su presencia, son celebradas por varios nombres y generaciones (en el disco canta junto a Juanse, Celeste Carballo, Tweety González, Nito Mestre, Fernando Samalea y David Lebón). Palito Ortega, cabeza del clan Ortega (Martín, Sebastián, Luis, Julieta, Emmanuel y Rosario, según Ramón: “Un orgullo siempre, sin dudas”), es parte del ADN del rock y el pop nacional. Pero lo extraño es que en décadas de carrera, de éxito mundial y local, de rozarse con Sinatra y Paul Anka, Ortega define su relación con la música con una anécdota de su infancia.
—¿Qué anécdota dirías define de forma evidente tu relación con la música?
—Primero, creo que uno tiene que haber nacido con esa predisposición. Yo creo mucho en la inmortalidad del alma. Vaya a saber de dónde, de qué vida te viene. Yo canté desde chico. En mi pueblo hacía trabajos en el cementerio: pintaba cruces, limpiaba sepulturas y estaba con una pala. Ahí cantaba. ¡Cantaba limpiando tumbas! Me tenían que venir a llamar la atención porque cantaba fuerte. “Bajá”, me decían, “estamos en un cementerio”.
Cantar más allá de la muerte. Suena épico. Ortega se ríe: “Lo hice desde siempre, pero de algún lado vino ese espíritu que me impulsaba todo el tiempo a poder cantar”. Ahora el Gran Rex, pero no siempre fue así, y Ortega parece saberlo, parece recordar con intensidad, porque “te muestra todo lo que Dios te dio en cincuenta años de carrera”, como “entre los 10 y los 12, empecé a sentir que ése era mi camino. De todas maneras, yo quería estar en un escenario. Atravesaba los cañaverales, con los diarios bajo el brazo, y honestamente yo mismo cantaba e imitaba el aplauso.”
—¿Cómo?
—Sí, como oís. Me ponía ambas manos sobre la boca y hacía ruido de público (y hace el ruido de público con el aliento). Yo gritaba: “Ahora viene Ramón Ortega” y cantaba canciones de Los Chalchareros. No había ni rock and roll, ni nueva ola.
—En tus comienzos, tu público era más humilde, y hoy ha cambiado eso. ¿Lo ves así?
—Yo no reparaba mucho en ese detalle. Nunca lo hice. En aquel momento yo cantaba mucho en clubes, en el Gran Buenos Aires. Estaban de moda. Cada club que pisaba, donde tocaba, tenía 4 mil o 5 mil personas. Salíamos con El Club del Clan corriendo porque tenías muchos shows. Siete canciones por lugar y terminábamos a las siete de la mañana. Por eso nunca pensé a quién le gusta y a quién no: siempre tuve gente alrededor que le gustaba. Los provincianos que buscaban sueños similares al mío también eran mi público. Cuando yo llegué todavía te gritaban “cabecita”.
—Ahora, por ejemplo, vas a al Gran Rex, pero tardaste en ese cambio.
—Yo no iba a teatros, porque pensé que mi público no iba ahí. Con el tiempo me di cuenta de que no existía tal cosa: que La felicidad sonaba en Alemania, en Italia. En principio parecía para un público determinado, pero no fue así. Había hecho una gira, y una noche me llevan a un teatro con Paul Anka, y le cuento que cantaba Daiana, Tu cabeza en mi hombro, Tu eres mi destino. La RCA justo quería que él tuviera un éxito en español. Me pidió una canción en español. Disimulé, pero no podía de la alegría por dentro. Escribí La felicidad, la llevó a la compañía y me dicen: “Qué Paul Anka ni Paul Anka, pibe, ya entrás al estudio y la grabás vos”. Las noches terminaban con La felicidad, con la gente bailando sobre las mesas.
—¿Es difícil pensar canciones cómo “La felicidad” en la Argentina actual?
—La canción nace en un momento donde estábamos lejos de los grandes conflictos sociales que se dieron una década después. Yo la escribo en el 64. Aparece en los 60 una camada, una generación, con una representatividad importante del punto del vista no sólo musical, sino también social. Una persona del interior podía convertirse en una figura, aunque le dijeran “cabecita negra” por Callao y Santa Fe, y de repente en Inglaterra aparecen los Beatles y sacuden la Tierra, y estaba Presley con su presencia. Aparece Dylan con un mensaje, diciendo que cantaba canciones para enaltecer la vida.
—¿No hay chances de un nuevo Palito Ortega hoy?
—Desde algún punto de vista, sí. Cuando aparecimos nosotros, la familia se sentaba frente al televisor. Decían mirá el rubiecito, a ver qué suéter se pone hoy, por qué será tan serio. Hoy no se observan esos detalles. La televisión tiene otro ritmo, sigue el de la vida misma. Aparece una figura por un hecho determinado, que nada tiene que ver con lo artístico, y así desaparece porque aparece otra. Nosotros tuvimos una televisión que veía la familia, con tiempo y vivían de una manera que permitía esa armonía. Ahora juntarlos a todos un domingo es un lío bárbaro. Los chicos bailan hasta tarde, en la mesa están con el celular… cambió. No sé hasta dónde tiene sus ventajas y hasta dónde sus contras.
—¿Te da más miedo este mundo para tus nietos?
—Creo que hay que trabajar un poco en el control. Leo con asombro que una chica entró a un boliche, donde no pueden entrar si no son mayores de edad, y de repente sufrió un hecho desagradable. Ahí tiene que aparecer un poco más la presencia de los padres. Así como veo chicos en el cordón de la vereda a la luz del día, y siguen bebiendo algo. Cambió todo. No lo digo como crítica, pero no sé hasta dónde hay beneficio y contra. Se están apresurando los tiempos quizás.
—Ahora “El club del clan” se hará en teatro, con producción de Sebastián Ortega. ¿Qué representaron para Argentina?  
—Con el Club del clan es cuando los cantantes argentinos jóvenes aparecemos. Empieza a sonar nuestra música. Ya no repetíamos. Sandro, Favio, Novarro, yo. Hoy tal vez, que hay mucho talento joven, cuesta más encontrar el camino para llegar y mucho más aún mantenerse donde llegaron.
—¿Cuál creés que es la razón?
—Vivimos a un ritmo donde se consume y se descarta.