Cuando el Barcelona no quiso jugar

Cuando el Barcelona no quiso jugar El día que el Barça quedó en la historia por desistir a jugar ante el Atlético de Madrid. Qué pasó. Cuando el Barcelona no quiso jugar

Camp Nou, revancha de las semifinales, Copa del Rey. Luego de haber ganado 3-0 en el partido de ida, los jugadores del Atlético de Madrid esperan en el círculo central. Hacia ellos camina Pep Guardiola, el capitán del local. Faltan ocho años para que reinvente el fútbol. Ahora, su tarea es más sencilla: decirles que el Barcelona no se presentará.

Es domingo 23 de abril de 2000, y Leonel Pilipauskas está en su casa, en Madrid. Abre el placard, agarra el bolso y empieza a llenarlo de ropa. Duda entre la malla y los cortos. Piensa. Mira el diario, lee a Radomir Antic, su entrenador: “No tengo dudas: el partido se va a jugar”. Mete los cortos, mete las vendas, se rasca la cabeza, que todavía tiene pelo, y cierra el bolso. Mañana, en el Camp Nou, su equipo, Atlético de Madrid, tendrá que defender el 3-0 con el que derrotó al Barcelona en la ida de la semifinal de la Copa del Rey. O eso debería, porque hay un rumor –que a esta altura es cada vez menos rumor y más certeza– de que mañana el Camp Nou estará vacío. De que mañana, además de no tener hinchas en las tribunas, el Barcelona no se presentará.

Pilipauskas lleva siete meses en Madrid. Llegó desde Bella Vista, de Uruguay. Es lateral derecho. Lo contrató Antic, quien no lo convocó para el último partido que el equipo jugó por la Liga. En Valencia, el Atlético de Madrid perdió 2-0 contra el local. Mientras Pilipauskas arma su bolso en Madrid, sus compañeros se preparan para un viaje silencioso, fúnebre, a Barcelona. El Atlético de Madrid está a 15 días de irse al descenso por primera vez.

Por eso, en el avión que se toman Pilipauskas, Juanma López, Zorán Njegus y De la Parra, los otros jugadores que se habían quedado en Madrid, no viajan hinchas del equipo. La probable clasificación a la final de la Copa del Rey no importa. La inminente caída a Segunda División los persuade, los inmoviliza.

Trece años después, Pilipauskas se lamenta por no haber llevado la malla. Le dice a Don Julio: “Al final fui a Barcelona a pasear”.

A pesar de ser lunes, el Camp Nou está preparado para un partido más: los controles policiales apostados, las puertas abiertas a tres horas de que empiece, los vendedores que ofrecen gorritos y bufandas, los jugadores que llegan una hora y media antes. No obstante, y a pesar de las 10.000.000 de pesetas (60.000 euros de entonces) que gastó el club para abrir el estadio, los hinchas no se acercan.

Afuera no hay nadie. Adentro, tampoco. La estrepitosa derrota en la ida no es la razón de las butacas vacías, del silencio en las tribunas: la dirigencia del Barcelona solicitó cambiar la fecha del partido y la Real Federación Española de Fútbol se lo rechazó. El Barcelona no presentaría el equipo. Apenas si tiene jugadores.

Sólo 3.000 butacas, en una cancha con 99.000, son ocupadas por curiosos, “por morbosos”, como se los definió en la transmisión oficial. Uno de ellos cuelga una bandera: “Espanya tiene miedo de otra noche mágica”, que alude al posible clásico catalán entre el Barcelona y el Espanyol en la final del torneo más español de todos: el del Rey. La transmisión oficial no vuelve a mostrar la bandera.

La batalla dialéctico-burocrática empezó en la Federación días antes. Los dirigentes del Barça, encabezados por el presidente José Luis Núñez, pidieron la postergación de la revancha. Argumentaban que la realización de la fecha FIFA, que se llevaría a cabo el 26 de abril, les sacaría al brasileño Rivaldo, al finlandés Jari Litmanen, a los holandeses Winston Bogarde, Philip Cocu, Patrick Kluivert, Frank De Boer, Boudewijn Zenden y Michael Reiziger, y al portugués Luis Figo. A la vez, Luis Enrique y Emmanuel Amunike estaban lesionados. Esto reducía el plantel, de 20 jugadores, a nueve, entre los que estaban los arqueros Hesp y Arnau, e incluidos los jóvenes Xavi, Carles Puyol y Gabri, que subían del equipo B.

Así, rastrillando cada rincón del plantel y convocando a los tres jugadores de la filial que el reglamento permitía, el entrenador Louis van Gaal juntó nueve jugadores de campo.

Además, de jugarse la revancha el lunes, como estaba planeado, el Barcelona disputaría tres partidos en cinco días: contra el Chelsea, por los cuartos de final de la Champions League, contra el Sevilla por la Liga y, en menos de 48 horas, contra el Atlético de Madrid.
Núñez pidió que se pospusiera el partido para el 16 de mayo.
Pero la dirigencia del Atlético de Madrid desconfiaba. Y Antic denunció: “Esta situación, que se sabía desde antes, saltó después del 3-0 en el Vicente Calderón”. Y le pegó a Van Gaal: “Podría tener 25 fichas. Y tiene 20”. Van Gaal le respondió: “Priorizamos la cantera. Además, ¿a quién quiere que ponga? ¿A Mourinho?”. José Mourinho era su ayudante de campo.

A la Federación, el reclamo le importó poco. Muy poco. El domingo, un día antes del partido, contestó, taxativa: lunes o lunes. Las desventuras del Atlético de Madrid en la Liga jugaron un papel protagónico: si la Federación aceptaba la postergación y fijaba el 16 de mayo para la revancha, era probable, si no seguro, que el Atlético de Madrid estuviera ya descendido.

El presidente del Barça llamó Van Gaal y bajó línea: “No jugamos”. El entrenador se lo informó a los jugadores. “Lo aceptamos. La decisión fue totalmente institucional. Y nosotros hicimos lo que el club nos pidió. De todas maneras, nos pareció correcto: no había igualdad de condiciones”, le comenta Francesc Arnau, el arquero (y único) suplente, a Don Julio.

Están en el vestuario pero no sienten presión. Tampoco están cómodos. Aunque no precalentaron, algunos transpiran: jugaron al fútbol-tenis o hicieron pesas. Se ponen la camiseta. Y salen a la cancha. Pero no pisan el campo de juego porque no quieren ser parte de lo que para ellos es una farsa. Se forman en fila sobre la línea lateral, todos juntos, con las manos atrás.
Son diez: Hesp; Sergi, Abelardo, Déhu, Puyol; Gabri, Guardiola, Xavi; Dani, Simao. Y Arnau, que está parado al lado del banco de suplentes. Quieren mostrar que sólo son los que están ahí. Que no hay más.

El mítico himno del club, banda sonora de cada presentación del equipo como local, no suena por los altoparlantes. El silencio, monopolista de la situación, anticipa: el 24 de abril de 2000, después de 79 años, cuando se movió la sede de la final de la competencia de Sevilla a Bilbao, el Barcelona no se presenta a un partido de Copa del Rey.

Ya en cancha, los jugadores del Atlético de Madrid esperan. Miran, se ríen y, para disimularlo, hacen pases. Hace días que la prensa lo anticipó: será una pantomima de partido. Por eso, ellos, en el vestuario, hicieron chistes. Se preguntaron, entre risas, si cuando salieran a la cancha tendrían que hacer un gol con el arco vacío. Por eso, el precalentamiento duró diez minutos. Por eso, Santi, el capitán, no arengó antes de salir a la cancha.

Entonces, Guardiola rompe la incertidumbre. Deja atrás a sus compañeros y junto a Carles Naval, delegado del club, encaran al árbitro Manuel Díaz Vega. Se escuchan silbidos, poquitos. El capitán del Barça le explica que Sport y Mundo Deportivo tenían razón: el Barcelona no iba a jugar. Díaz Vega lo escucha. Asiente. Los tres avanzan hacia la mitad de la cancha. Santi, serio, los mira. No abre la boca. La situación le es ajena; por dentro, festeja.

Guardiola les anuncia a él y a sus compañeros que se acaban de clasificar a la final. Guardiola gesticula, mueve los hombros, saluda al árbitro y se da media vuelta para volver con los suyos. Cuando llega, todos juntos atrás de él, bajan al vestuario.

Los visitantes se adueñan de la escena, son los únicos que quedan en la cancha, entre más chiflidos y gritos de los 3.000 mil morbosos: “¡A Segunda, a Segunda, oé, oé, oé!”. El árbitro los reúne. Les explica que obviará la regla que estipula que deben permanecer media hora en la cancha. Y el Atlético de Madrid se va como finalista. La secuencia entera dura siete minutos. En el vestuario, mientras, los jugadores del Barça se duchan.

El sábado 29 de abril, apenas cinco días más tarde, el Barcelona visitó al Atlético de Madrid en el estadio Vicente Calderón. Era la fecha 34, y la punta, ocupada por el Deportivo La Coruña, estaba a cinco puntos. Los seleccionados ya habían vuelto y eran titulares otra vez. El Atlético de Madrid estaba en descenso, a seis puntos del Oviedo, que hasta allí estaba a salvo.

Esa noche, Pilipauskas jugó. El Barcelona, también, y de verdad: ganó 3-0, con baile. Sin embargo, ni el Barça ni el Atlético de Madrid cumplirían su objetivo. El Barça no podría salir campeón y el Atlético de Madrid, salvarse: el 7 de mayo, empató 1-1 con el Oviedo y descendió. Tampoco podría ganar la Copa del Rey: 20 días después del descenso, el Espanyol le ganó 2-1.

Aunque hacía siete meses que estaba en el club, a Pilipauskas lo culparon por la catástrofe futbolística. “Se la agarraron conmigo. Era nuevo, venía de afuera, y la gente, en vez de caer sobre los históricos, se enojó con los nuevos. Yo, lamentablemente, no logré adaptarme”, le cuenta a Don Julio. Pilipauskas se fue del club al final de esa temporada. Y nunca más jugó en Europa.

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