Por un teatro del desconcierto

Por un teatro del desconciertoPara hablar del montaje de Rey Lear quiero empezar con una cita del gran teórico del arte y poeta Aldo Pellegrini: “…

En el proceso utilizado para domesticar a los poetas, el aplauso, el consenso elogioso, la popularidad, son los factores más peligrosos. El poeta que sucumbe a la tormenta de los aplausos debe pensar que los imbéciles, que forman la gran masa de los llamados entendidos, no se equivocan nunca: sólo aclaman lo inofensivo. El poeta debe desconfiar de ese aplauso, de ese elogio unánime, con el que fabrican las rejas de su prisión… Un poeta domesticado por el elogio tiene más valor para los predicadores de la sumisión que los inocentes versificadores que ellos presentan como sustituto. El poeta domesticado se convierte en ejemplo de la inutilidad de ser libre…”

Entendemos (y en este plural se inscribe la communitas que se formó durante el proceso de trabajo de Rey Lear) al teatro como una práctica antiinstitucional del saber que asume su condición política. Aquí es importante distinguir entre lo político y la política. En arte, la política es el remate oral y visual de baratijas seudoprogresistas a través de discursos políticamente correctos, puro onanismo bienpensante; en cambio lo político es la imbricación de una forma y contenido nuevos que descoloquen las presunciones del público, que no sean afirmativas, o que afirmen sólo su carácter abierto y su incomodidad (la suya y la del público). Lo político es un mecanismo antiapaciguador. Ergo, el arte no es político por su temática sino por su procedimiento formal de acción. Deviene político cuando propone una interrupción poética de las reglas de la cultura y de la ley y se transforma en potencia para desestabilizar al espectador, extendiéndose más allá del mimético y aristotélico sistema de representación y reproducción de ideologías existentes y prevalecientes, cuando propone un proceso de subjetivación del público, buscando hacer estallar la mirada consensuada para generar el debate de opiniones, gustos, estilos, es decir el disenso.
Queda claro que para nosotros la práctica teatral se ejecuta a través de la forma. Y los dispositivos dramatúrgicos que dieron vida a este Rey Lear durante el FIBA se construyeron a partir de conceptos “negativos” (nótese el encomillado) tales como la intolerancia, el mal gusto, el exceso, la desmesura. Žižek, el filósofo esloveno, recomienda una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar la pasión política que alimenta a la discordia, en una época en donde la falsa tolerancia del liberalismo cultural ha pasteurizado entre otros a los teatristas, arriándolos en masa hacia el teatro comercial o la TV con la siempre efectiva carnada de la billetera. Por eso Rey Lear promueve la intolerancia propia y la del público, proponiendo un acercamiento desde el mal gusto. El concepto de buen gusto se acuñó durante el Renacimiento y fue una manera de disciplinar al sujeto a través de un modo de vida que replicara el comportamiento de la corte, transformando sus reglas en la norma a reproducir y expulsando a quienes se negasen a cumplirla, tachándolos de anormales. El arte hizo del buen gusto, durante centurias, un estandarte. Por suerte, hace más de un siglo (¡y cuántos cacareantes ni se enteraron!) Duchamp llegó con su mingitorio para desestabilizar esa dictadura del buen gusto. En Rey Lear, el mal gusto se vehiculiza a través de la metáfora alimentaria, (cocción, ingestión, digestión y eliminación). El teatro como vomitorium filosófico. Aquí hemos sido guiados por el artista americano Paul McCarthy. (Nota de color: durante la segunda función un espectador se acercó al proscenio para escupir en el escenario durante uno de los monólogos finales. ¡Vuelve el punk!)
La desmesura es otra característica del montaje, donde la ausencia de diálogos construye peroratas diatríbicas que exceden casi todos los quince minutos de duración, para exasperación o deleite de los espectadores evidenciando una crítica a la sociedad de consumo y poniendo de manifiesto la recuperación del ideal anarquista. Porque los verdaderos héroes de Rey Lear son el Bufón y Cordelia (y Lear, pero cuando ya se queda sin poder), los “locos”, los que sufren de incontinencia verbal porque no pueden callarse y quieren tirarlo todo abajo para barajar y dar de nuevo. Una vez más entendemos el espacio teatral como una heterotopía, una Nave de los Locos que no busca otro lenguaje que el propio, porque como dice el Bufón al comienzo del espectáculo: “El teatro ha muerto. Que muera el teatro”.

*Dramaturgo y director teatral. Su puesta del Rey Lear de Shakespeare se presentó en el último FIBA.