Ten misericordia de nosotros…

P2-DOMINGO03Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

… y del mundo entero. Hoy celebramos el domingo de la Divina Misericordia, una fiesta hermosa que nos acerca con gran confianza al misterio del amor de Dios manifestado en Jesús Resucitado. El cuadro que atrae nuestra devoción nos muestra a Jesús Resucitado como caminando hacia nosotros. Está vestido con una túnica blanca. Con la mano derecha nos está bendiciendo y con la izquierda se toca el pecho, a la altura del corazón. De allí le salen dos rayos luminosos: uno blanco (simbolizando el agua y el sacramento del bautismo) y otro rojo (aludiendo a la sangre y al sacramento de la eucaristía). Esta devoción nos presenta una gran verdad de nuestra fe: Dios es misericordia y nos invita a llegar confiados a pedir su perdón. Muchos en este domingo se acercan al Sacramento de la Reconciliación para confesar los pecados y alegrarse del consuelo espiritual que nos produce. A veces nos preguntamos si de verdad Dios perdona siempre, y si hay algún pecado que no puede ser alcanzado por su misericordia. San Bernardo expresaba lo siguiente: «Mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia de Dios es mucha, muchos son también mis méritos».

 

Podríamos decirlo así: en toda la historia humana no hubo ni habrá pecado que no pueda ser bañado por la misericordia de Dios. Francisco también nos enseña que «mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados dejan en nuestros comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado» (MV 22). Este domingo podemos obtener esa Indulgencia Plenaria en todas las celebraciones. Algunos se plantean el miedo a decir los pecados o la vergüenza de tener que hacerlo delante de un sacerdote. En el Catecismo para los jóvenes (Youcat) se pregunta ¿Quién ha instituido el sacramento de la Reconciliación? y dice: «Jesús mismo instituyó el sacramento de la Penitencia cuando el día de Pascua se apareció a los APÓSTOLES y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».» (Jn 20,22¬23).

 

«En ningún lugar ha expresado Jesús de forma más bella lo que sucede en el sacramento de la Penitencia que en la parábola del hijo pródigo: nos extraviamos, nos perdemos, no podemos más. Pero Dios Padre nos espera con un deseo mayor e incluso infinito; nos perdona cuando regresamos; nos acepta siempre, perdona el pecado. Jesús mismo perdonó los pecados a muchas personas; eso era más importante para él que hacer milagros. Veía en ello el gran signo de la llegada del reino de Dios, en el que todas las heridas serán sanadas y todas las lágrimas serán enjugadas. El poder del Espíritu Santo, en el que Jesús perdonaba los pecados, lo transmitió a sus APÓSTOLES. Cuando nos dirigimos a un sacerdote y nos confesamos, nos arrojamos a los brazos abiertos de nuestro Padre celestial.» (Youcat Nº 227) En el segundo domingo de la Pascua la Iglesia nos invita a volver nuestra mirada a las llagas de Jesús, las que Él mismo muestra al Apóstol Tomás para vencer su incredulidad. Tomás no confió en el testimonio de sus hermanos que aseguraban haber visto a Jesús.

 

Se empecinó en negarlo y dijo: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» (Jn. 20, 25). Y cuando Jesús se hace presente de nuevo, ahí sí Tomás expresa su fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn. 20, 28). El Señor nos felicita a nosotros, los que venimos después de la Pascua y alcanzamos la fe gracias a la predicación de la Iglesia: «¡Felices los que creen sin haber visto!» (Jn 20, 29). Las llagas de Jesús son el vestigio de sus sufrimientos en la cruz. Para palparlas no es necesario experimentar algún arrebato místico extraordinario. Alcanza con acercarse a los que sufren y son presencia en carne viva de las llagas del Señor. En los enfermos, los encarcelados, los adictos a las drogas, los que sufren violencia doméstica, los que sienten angustia existencial, los desocupados, los que viven en la miseria… son las llagas sufrientes del Resucitado que quieren ser reconocidas, veneradas y besadas, para que le digamos con cariño y devoción: «ten misericordia de nosotros y del mundo entero».