Rezar por los vivos y los difuntos

p2-1 2-11-10Por monseñor Jorge Eduardo Lozano

Desde hace varios siglos el 2 de noviembre rezamos por los que murieron. Es una fecha establecida en continuidad con la fiesta solemne de ayer de todos los Santos. No es una mera casualidad o coincidencia. Se nos enseña de este modo que nuestra vocación es la santidad, la vida eterna y feliz en comunión perfecta con Dios y los hermanos. Los cristianos miramos la muerte y la vida desde la Pascua de Cristo, somos verdaderamente miembros suyos y en nosotros habita el Espíritu Santo. Acerca de esta realidad, san Pablo nos enseña de manera muy clara en la primera carta a los Corintios, en el capitulo 12. Y en la carta escrita a los cristianos de Roma nos dice que «si hemos muerto con Cristo tenemos fe de que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no tiene ya poder sobre él. Su muerte fue un morir al pecado de una vez para siempre, mas su vida es un vivir para Dios» (Rm 6, 8-9). Nos reconocemos creados y redimidos para la vida eterna, para la alegría. Nuestra vida no es fruto del azar o un castigo del destino. Somos parte de un proyecto del Amor de Dios que quiere darnos vida en abundancia.

 

El Papa Francisco nos recuerda que la salvación que Cristo nos ofrece no es algo a experimentar en el más allá, como si solamente nos tocara esperar. «Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, y el aislamiento» (EG 1). Es una experiencia de liberación que se da en el presente, y nos ayuda a vivir de una manera nueva. Y esto se da por el trato de amistad con Jesús que nos transforma desde adentro: «Solo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad». (EG 8) Si caminamos en esta vida unidos a Cristo, confiamos en que gozamos de su compañía para siempre, en lo que llamamos la vida eterna, el cielo. Durante la última Cena Jesús dijo a sus discípulos: «En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes». (Jn 14, 2-3) Dios es eterno. Su amor también lo es.

 

Y de ese modo nos ama; para siempre. Por eso en el hermoso diálogo que Jesús tiene con Nicodemo le dice: «Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna». (Jn 3, 16) Tanta belleza en la creación, tantos momentos hermosos compartidos en familia y con amigos, tantos anhelos y deseos que nos quedan sin alcanzar, no pueden ser tan efímeros. La vida es un don de Dios que trasciende los límites de la muerte. Incluso nuestra mirada de esperanza abarca a todo el universo, porque «nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia». (2 Pe. 3, 13) En este día rezamos entonces por los difuntos, y también por nosotros, para crecer en la esperanza y el servicio a los hermanos. Una bonita oración reza: «Dales, Señor, el descanso eterno. Y brille para ellos la luz que no tiene fin». Al final del libro del Apocalipsis, el último de la Biblia, se vuelve a tomar la imagen del árbol de la vida al cual todos estamos llamados a tomar de sus frutos. Somos peregrinos del cielo.